domingo, 13 de abril de 2014
EL PAIS Y LA ESCUELA DE ARTES GRAFICAS.
PERIODICO EL PAIS.
EL PAIS Y LA ESCUELA DE ARTES GRAFICAS.
El año 1961 y las medidas de nacionalización tomadas desde meses atrás, comenzó a afectar los pequeños negocios, los grandes empresarios tenían su capital en otros países y sólo fueron afectados con algunos de sus activos en Cuba. Pero una pequeña empresa como la Librería y Encuadernación Juan Cebrián no podía mantenerse al no poder importar libros y a su vez se hacía difícil el obtener materiales para encuadernar, en particular pieles, por lo que tuvo que declararse en quiebra. Ya el dueño de El Gato de Papel, Cacheiro también había cerrado el negocio y abandonado Cuba.
El estado fue absorbiendo a aquellos trabajadores de los negocios nacionalizados o que no podían continuar sus operaciones, así que fuimos citados al Ministerio del Trabajo en la calle 23 (es uno de los pocos ministerios en Cuba que durante más de 50 años ha mantenido la misma sede). Allí a cada uno se le hizo una oferta y algunos aceptaron de mala gana y otros, como yo, con indiferencia, por lo que me presenté en el antiguo periódico El País, en su departamento de impresión directa, a donde me habían remitido.
Cuando los propietarios de publicaciones abandonaron Cuba, sus trabajadores se comprometieron a continuar editándolas. Así ocurrió en los casos de El Mundo, Prensa Libre y Bohemia. Esos colectivos eligieron a Luis Gómez Wangüermert, Mario Kuchilán y Enrique de la Osa, respectivamente, como sus directores, todos ellos periodistas experimentados y reconocidos. Algo parecido ocurrió en la radio y la televisión. En el caso de otros como El Diario de la Marina, Información, El País o Excelsior, desaparecieron como diarios y sus bienes se nacionalizaron y pasaron a integrar la Imprenta Nacional que comenzó a publicar ediciones masivas y populares de obras de la literatura universal y materiales para la alfabetización y el sistema de educación del país.
ANTIGUO PERIODICO EL PAIS EN LA CALLE REINA. BIEN DESTRUIDO.
Yo no tenía la menor idea de qué era una imprenta, solamente conocía aquella que imprimía en ditto o mimeógrafo los catálogos de la librería, aunque si estaba muy vinculado al mundo del libro, pero de impresión no conocía nada, así que por supuesto el trabajo que me asignaron fue de ayudante de impresor o maquinista como se le llamaba.
Joven y recién llegado me tocó bailar con la más fea. Mi turno era nada más y nada menos que de 11 de la noche a las 7 de la mañana. Con resignación asumí aquello pensando en buscar algo mejor. Me habían mantenido mi salario promedio, pero sólo el básico. Lo que ganaba, como he narrado, por trabajos extras o de otra índole desaparecieron como por encanto con la fuga de Cacheiro.
A las 10 y 30 de la noche ya estaba en mi puesto de trabajo, tratando de aprender algo, y sobre las dos y media o tres de la mañana bajaba a comer, los primeros tiempos a El Polo sito en Galiano y Reina y después descubrí el bar cafetería El Toro en Galiano y Barcelona, donde había unos deliciosos sandwiches cubanos y unos tamales preparados con jamón bien buenos y baratos. Digo bajaba porque la imprenta estaba en en el 4to piso del inmueble. Siempre sobre la una de la madrugada pasaba un pastelero con pasteles de guayaba y coco recién hechos y como yo era el ayudante pues me tocaba también ir a buscar los pastelitos de los operarios que quisieran. Eso era parte del aprendizaje, como lo eran los trabajos indeseables o el buscar la escuadra redonda, que nunca encontré.
El operario del cual era ayudante, era un mulato bastante joven y que sin embargo llevaba unos cuantos años en el oficio, así que la diferencia de edad no era mucha y me ayudó bastante en adiestrarme en conocer los secretos de la ocupación... hasta donde él sabía (siempre los más viejos eran reacios a explicar, nunca enseñaban la bola completa). Varios meses después, Miguelito Hechevarría que así se llamaba, apareció colgado en la propia rotativa del extinto periódico el país, equipo que no tenía uso entonces; se comentaba que por problemas de amoríos, pero nadie supo por qué. Había pues una plaza vacante de operario, lo que representaba ganar más y entrar también a partir de mi desarrollo en la posibilidad de rotar turnos y dejar la dichosa madrugada.
UN ARTEFACTO ANTEDILUVIANO MUY PARECIDO A ESTE ERA EL QUE TRABAJABA.
Me presenté junto con otros dos aspirantes a la evaluación y obtuve la plaza. Lo que más me entusiasmaba era quitarme de encima la madrugada. Cuando trabajaba de madrugada mi rutina era que salía a las siete de la mañana, pasaba por la Panadería El Brazo Fuerte y compraba una especie de cuernitos con chorizo adentro y pan fresco. Llegaba a mi casa, desayunaba invariablemente café con leche, pan con mantequilla y las empanaditas de chorizo y me acostaba a dormir. Me levantaba por la tarde, me bañaba, comía y para el trabajo otra vez. Aquello era una vida inadecuada para un joven ansioso de tantas cosas.
Me asignaron trabajo en una antiquísima máquina de impresión tipográfica marca Optimus, creo yo que databa de la primera guerra mundial o algo así. Era para la producción de libros, así que los papeles que debía alimentar manualmente eran bien grandes, lo que se llama papel de pliegos que rinde normalmente, para un libro típico, la impresión de 16 páginas por cada cara. Requería habilidad y yo la tenía pero era un trabajo bien monótono. El difunto Miguelito se pasaba la vida cantando canciones de Vicentico Valdés, Blanca Rosa Gil y de los Tres Caballeros para entretenerse y no dormirse, pero yo creo que ni el mismo se oía, pues probé y el ruido era infernal.
Había otro problema: mi salario dependía de lo que rindiera, o sea, era a destajo, me pagaban a razón de una hora de salario y debía rendir mil páginas impresas como norma en ese intervalo y se me asignaba otro tiempo para cambiar la tipografía, es decir lo que se iba a imprimir, y no me pagaban nada extra si sobrecumplía la meta, por lo que fui perfeccionándome y ayudado por mi juventud a veces a las cuatro de la mañana o poco más ya podía tirarme a dormir sobre las resmas de papel, porque había cumplido la norma de trabajo. Ah y para ponérmela más difícil no tenía ayudante, por lo que tareas adicionales como preparar la tinta, cargar las resmas a imprimir y sacar y acomodar las ya impresas, que hacía como ayudante, tenía que hacerlas ahora aunque fuera operario. Menos mal que ya no tenía que ir a buscar los pastelitos, hubiera sido el colmo.
MAQUINA AUTOMATICA HEIDELBERG ALEMANA, LA QUE ASPIRABA A TRABAJAR.
Pero el verdadero problema estaba en otra cosa. Uno de los operarios al que yo relevaba al terminar su turno de trabajo era de los llamados "repatriados", es decir, cubanos que habían vivido en Estados Unidos y regresaban a Cuba, y por esa condición tenía asignado un muy buen salario, casi el doble del mío y de forma fija, aunque no imprimiera una hoja durante su turno.
No llegaba a esos extremos y era una persona bastante mayor ya, de unos 60 años y bien acabado, por lo que recurría a un truco que no le hacía daño a él pero a mí mucho: echarle grasa a la correa de la máquina para que patinara y su recorrido fuera más lento, lo que hacía a la máquina fallara constantemente. Soporté la situación hasta que me cansé y me conseguí pezrrubia en polvo, limpiaba con alcohol la correa y la pezrrubia pegaba, aquello volaba. Esa guerra se mantuvo hasta que me fui de allí. Ninguno de los dos dió su brazo a torcer y la correa era de buena calidad porque soportó las sucesivas capas de grasa y pezrrubia.
Pero la suerte me sonrío y dejé a El País, pues llegó una convocatoria para todos los trabajadores de la Imprenta Nacional a pasar un curso de técnico en especialidades relacionadas con las Artes Gráficas: impresión litográfica, linotipo, monotipo, rotograbado, fotomecánica, encuadernación e impresión directa. Opté por esta última, erróneamente, pero era lo que conocía un poco.
LA ESCUELA DE ARTES GRAFICAS CUANDO FUNCIONABA BAJO LOS HERMANOS SALESIANOS.
La duración del curso era de dos años a tiempo completo en la Escuela de Artes Gráficas Alfredo López, que abriría en poco tiempo. Esta escuela radicaba en la antigua escuela Salesianos de Guanabacoa, recientemente nacionalizada, por lo que las condiciones eran muy buenas y a su vez me quedaba bien lejos, al otro extremo de la ciudad, pero me pagaban mi salario por estudiar, así que era conveniente.
Por supuesto en la Escuela obtuve el primer año el título de Alumno más destacado por mis notas y en el segundo año y final el segundo lugar de los graduados, ya contaré por qué dejé de lado un poco mi dedicación académica.
Los profesores de la escuela eran profesionales bien conocedores de su oficio y los de materias propias de la enseñanza secundaria también, así que se puede catalogar que el que tenía un poco de materia gris e interés iba a aprovechar bien su estancia allí. Casi todos eran personas mayores y muchos habían sido profesores del clausurado Instituto Cívico Militar de Ceiba del Agua.
Terminé los estudios y después me tropecé con un fenómeno nuevo, no había trabajo para la mayoría de los que nos graduamos. Ni averigué si había plazas en El País, tenía que huirle como a la peste a trabajar cacharros anticuados. Nos continuaron pagando y yo me di a la tarea de buscarme una plaza. Así pase esporádicamente por una imprenta estatal en la calle Hospital donde se imprimían los comprobantes de pago de las guaguas y las transferencias, pero ahí explotó una situación delictiva donde estaban repitiendo los números de impresión para de forma clandestina vendérselo a los guagueros y que se embolsaran el cobro del pasaje. Como llevaba pocos días allí no estuve entre los sospechosos pero rápidamente se detectó a los implicados y aquello me olió mal y allí mismo me fui de ese lugar. Después incursioné en varias imprentas privadas que quedaban todavía pero todas tenían mucha gente aspirando al trabajo que no había, otras trabajaban con materiales robados a las imprentas del estado, en fin, no tenía muchas posibilidades.
Hasta que un día un compañero de estudios, Juan Alonso Gay, el chino, con el que compartíamos habitualmente me envió a una imprenta situada en Amistad y San José, y que fuera de parte de un primo de él que trabajaba en el periódico Revolución. Allí entré a preguntar si había trabajo y me dijeron que sí, a lo que se sumó la recomendación. Y ahí empezó mi aventura con la imprenta y mi trabajo en la imprenta del Periódico Revolución y la aparición del personaje Albino Rodríguez, que tantas veces me hizo recordar a Juan Cebrián pero con la diferencia de que este no solo no era religioso sino que no creía ni en su madre.
OTRO CACHARRO DE LOS QUE TRABAJABA.
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